Inmersión – por Viviana Cecilia Atencio


Llego desde el aire, desciendo. Alcanzo la arena clara, piel de los océanos. Abro los ojos, miro hacia arriba, hacia los lados. Ellos (mis ojos) y yo nos movemos en círculo. Vemos como ven los peces. Es diferente ver desde las profundidades de lo líquido. Es breve y sostenido. Breve como el aire que intuimos vivir en los pulmones. ¿Cuánto tiempo resistirán? Sostenido en la eternidad de un todo instante, rehén de un final.

Hay algas que entregan dedos verdiazules, como caricias sin manos que jamás se atrevieron a tocarse. Lo único aquí es disolución, cielo, rocas, el cuerpo y su dolor. Nada pesa. Cada la lágrima se confunde, soluble, indivisa, hasta que olvida ser del mal y es sólo bien.

Avanzo atrayendo el horizonte infinito, mientras lo hago sigo quedándome en cada movimiento. Soy el erizo y la estrella, el molusco y la caracola, la perla invisible, la sombra fluida de miles de navíos. Me dejo arrastrar por la corriente de su avance que busca nuevos mares.

En lo uno no importa llorar. Las lágrimas se confunden en el aire del agua. Si lloro nadie, ni yo misma, lo sé. El agua se respira a sí misma. Respira mi dolor y mi sonrisa. Mi corazón late mientras se deshace en un suspiro de burbujas que juegan a buscarse, tocarse, diluirse. En el mundo del azul profundo la soledad es tan inmensa que deja de existir. Porque mi océano es todos los océanos. Aunque presienta los muros en las orillas del mundo. En este abismo vivo cuando no vivo. Cuando soy sueño y vivo.

A veces la humanidad desaparece. Y sólo distingo cuerpos de peces y algas, y un torbellino de minúsculos seres de aire en el agua. Moverme es moverlos. Algunas veces ellos avanzan y me ven, otras se mueven sin verme.

¿Es cierto que respiro, o no respiro? Me detengo y lo intento: creo que sí. Busco un semejante. Hay un tiburón que ríe y avanza a un costado de mí. Somos casi del mismo tamaño, sólo su boca y sus dientes son más grandes que los míos. Y sus pies son aletas que vibran, y no puede abrazarme porque sus alas son demasiado pequeñas. No tengo hambre, pero el sí. Me intuye pero no me mira, juega a comer y come pequeños peces que no llegan a gemir. No hay horror en su boca que se abre.

 

 

 

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